LA CIUDAD DE CORINTO
Tal como reza el antiguo adagio “dime con quién andas y te diré quién eres”, la iglesia en Corinto no puede conocerse sin escarbar primero en la historia de la ciudad. Esta tuvo dos historias: la griega y la romana. La etapa griega, desde luego, es la más antigua; dio inicio en el cuarto siglo antes de Jesucristo. Por más de un siglo (350 hasta 250 a. de J.C.) Corinto fue la ciudad más próspera en Grecia. Por conflictos posteriores con Roma, la ciudad quedó en ruinas y deshabitada por un siglo a partir del 146 a. de J.C. La etapa griega duró hasta el 44 a. de J.C. en cuya fecha Julio César la reconstruyó y la convirtió en una colonia que llegaría a ser, en el 27 a. de J.C., la sede del procónsul de Roma.
A lo largo de la hegemonía griega, la ciudad llegó a destacarse por su ventajosa ubicación geográfica. El istmo en donde se hallaba unía la parte sureña de la península griega con el territorio griego principal. Pese a lo estrecho del istmo, la ciudad yacía sobre una meseta a la falda de una montaña que llegaba a 612 metros sobre el nivel del mar. La ciudad era el sitio en donde convergían las rutas comerciales terrestres que corrían de oriente a poniente. Además, sus dos bahías facilitaban la llegada de barcos de todas partes. Su comercio marítimo era considerable.
La fama de Corinto, sin embargo, no estribaba en su riqueza monetaria. Tampoco se conocía como un gran centro de cultura. Más bien, la ciudad de Corinto siempre era conocida por su más crasa inmoralidad. Vicios de toda clase imperaban en su seno. La ciudad era el centro de adoración principal de la diosa Afrodita, la diosa del amor. La adoración a esta diosa se conocía por su expresión lujuriosa. Las muchas sacerdotisas (léase prostitutas) que trabajaban en el templo eran muy conocidas. Tanta era la infamia de la ciudad que popularmente ser corintio equivalía a ser perverso. El dicho callejero “vivir como un corintio” era equivalente a vivir en la más baja de las condiciones morales. Esta infamia atraería a muchos a la ciudad desde todas partes. La población corintia era muy cosmopolita, compuesta por romanos, griegos, asiáticos y judíos. Estos últimos, desde luego, se mantendrían aparte de los demás ciudadanos por su nivel moral más alto.
LA IGLESIA EN CORINTO
Es Lucas, el autor del libro de Hechos, el que nos informa respecto al origen de la iglesia cristiana en Corinto. Que se sepa, Pablo fue el primer misionero cristiano en trabajar en la ciudad de Corinto. Según Hechos 18, fue en su segundo viaje misionero que el apóstol Pablo llegó a la ciudad. En esta ocasión se hospedaba con una pareja judía, dos emigrantes romanos, Aquilas y Priscila. Habían sido expulsados, junto con muchos otros judíos, por el emperador Claudio en el 49 d. de J.C. Siguiendo su patrón reflejado patentemente en Hechos, Pablo convirtió la sinagoga local en su base de operaciones. En dicha sinagoga Pablo continuamente argumentaba que Jesús era el Mesías profetizado por las Escrituras del Antiguo Pacto. Al topar con la resistencia de rigor de los líderes de la sinagoga, Pablo simplemente se trasladó a una casa vecina cuyo dueño era un tal Tito Justo, un gentil simpatizante del culto judío. Tito probablemente era oriundo de Corinto. Desde este ventajoso lugar, Pablo seguía su ministerio que resultó en no pocos conversos. Desde luego, el contenido del mensaje de Pablo, juntamente con la ubicación de su centro, haría que la oposición de la oficialía judía creciera. Es notable, sin embargo, que el principal de los ancianos de la sinagoga, Crispo, se convirtiera juntamente con varios otros.
El ministerio de Pablo continuó exitosamente por espacio de año y medio en Corinto. Esto se debió en parte a una decisión tomada por el procónsul de Acaya ante la queja de algunos de los judíos contra Pablo. Los judíos corintios intentaron enjuiciar al misionero ante el tribunal de Galión. Resulta que el oficial romano fijó un precedente legal respecto al trato que se les daría a cuestiones religiosas internas (Hech. 18:15). Optó por no atender quejas que él consideraba netamente religiosas y no civiles. En efecto, el que el procónsul romano así se pronunciara asentó una idea que sería ventajosa para la causa de Cristo en otros lugares; es decir, para Galión el problema era interno de los judíos, resultando así que la fe cristiana se viera como una secta del judaísmo y, por lo tanto, legal. La ley romana la protegería siempre y cuando se mantuviera el orden público. Durante los diez años de actividad apostólica, Pablo se vio beneficiado por esta protección romana. En la primavera del año 52 d. de J.C. y después de una breve visita a la Palestina, Pablo retornó al área de Éfeso donde pasaría gran parte de los tres años siguientes. Fue durante su ministerio en Éfeso que Pablo sostuvo su correspondencia con la iglesia en Corinto.
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