INTRODUCCIÓN
Leer el libro de Eclesiastés es toda una aventura intelectual, es uno de los desafíos mayores que encontramos en las Sagradas Escrituras. Todo en el libro resulta tan extraño a una mentalidad occidental y moderna que nunca se alcanza la seguridad de una comprensión exacta de su contenido. La tarea resulta muchas veces, o por lo menos así lo parece, como tantas veces repite el autor a lo largo de su obra vanidad y aflicción de espíritu (1:14; 2:11; 4:16, etc.). Y sin embargo hay algo en el libro que una y otra vez nos lleva a emprender la tarea de leerlo y entenderlo.
Pero hay una clave para acercarse a la obra del Predicador, un punto de vista desde el que se puede ir ordenando su contenido de modo que las ideas y conceptos aparezcan en una perspectiva que va dando razón de muchas, si no todas las antinomias que a primera vista la llenan. Tenemos que detenernos en este texto del Predicador: En el día del bien, goza del bien; y en el día del mal, considera que Dios hizo tanto lo uno como lo otro, de modo que el hombre no pueda descubrir nada de lo que sucederá después de él (7:14). La Biblia de Jerusalén traduce: “Alégrate en el día feliz y, en el día desgraciado, considera que, tanto uno como otro, Dios los hace para que el hombre nada descubra de su porvenir.” Y en nota al pie, aclara: “Es decir ‘para que no sea posible contar con nada’, o también ‘para que nadie pueda adivinar lo que le está reservado’ ”. En palabras del Predicador, el hombre no puede contar con nada ni con nadie, no le sirve su sabiduría ni ninguna ayuda humana, sólo Dios; no puede prever el resultado de su previsión, ni lo que acontecerá con las disposiciones sabias del presente. Todo puede tener éxito y cualquier previsión suya puede fracasar. Detrás de cada acción humana hay un imprevisible, mejor dicho, una voluntad que provocará el resultado feliz o la experiencia desdichada. Pero no es un destino ciego ni un hado bienhechor, es la voluntad de un Dios personal que así nos enseña que él sólo es grande y que el hombre depende de él.
Tomemos un ejemplo de cómo nos ayuda a interpretar Eclesiastés este punto de vista en el que el Predicador nos invita a colocarnos. Siempre nos ha parecido Eclesiastés 3:2–8 una absoluta expresión de pesimismo, nada tiene valor, lo que hoy hacemos con una mano mañana lo destruimos con la otra, o, lo que es más grave, el tiempo con sus mudanzas es quien se encarga de frustrar toda posibilidad nuestra. Hoy construimos lo que mañana destruiremos o alguien destruirá; hoy lloramos y no nos imaginamos que mañana reiremos por lo mismo que hoy nos hace verter lágrimas; hoy buscamos afanosamente lo que mañana hemos de perder; y así todo lo demás. ¿Qué sentido tiene entonces construir o destruir, llorar o reír, buscar afanosamente o dejarnos estar? Nada tiene valor, todo es absurdo. Pero esto mismo, mirando desde el punto de vista que nos muestra el Predicador, tiene un sentido distinto. Debiéramos decirnos: “Hoy tengo la ocasión de destruir lo que ayer hice mal. Gracias, Señor, porque me das la posibilidad de intentarlo de nuevo y esta vez estará mejor hecho; gracias, Señor, por las lágrimas que vierto hoy, porque me quitaste algo que apreciaba mucho, porque espero que mañana reiré, incluso de mis lágrimas de hoy, por la nueva bendición recibida; hoy he hallado algo de sumo valor, y me has hecho comprender que es el resultado de lo que ayer perdí.”
Dios está en todas las cosas y todas, cuando lo entendemos correctamente, son para nuestro bien (Rom. 8:28). Por eso afirmamos que no sólo hay que leer e interpretar 3:2–8 a la luz de 7:14, sino que todo el libro hay que leerlo e interpretarlo a la luz de este versículo. Esto nos puede parecer extraño pero no lo es si tenemos en cuenta el pensamiento de los sabios de Israel. Para ellos todo proviene de Dios quien tiene sus razones que el hombre difícilmente puede alcanzar (8:17). Job, en muchas cosas alma gemela del Predicador, lo decía así: Recibimos el bien de parte de Dios, ¿y no recibiremos también el mal? (Job 2:10). El hombre verdadero, dice para nuestro tiempo el poeta inglés Rudyard Kipling, es el que sabe tratar como dos impostores al mal y al bien, al éxito y al fracaso. Pero, eso sí, Kipling no contaba con Dios. Ni el reír ni el llorar son la verdad absoluta, la verdad final está en Dios que permite que el hombre viva una y otra experiencia. Sabiendo que todas las cosas provienen de Dios, el sabio las acepta y con calma aprovecha y disfruta los buenos momentos y soporta los malos, no como un estoico que no puede ver otra cosa que el mal mismo, sino sabiendo que la última palabra no la tienen las circunstancias sino que la tiene Dios y Dios no es tirano ni caprichoso, sencillamente es Dios.
EL JUICIO DE DIOS
En pocos lugares del libro el Predicador se refiere al juicio de Dios. Parece que obstinadamente se conformara con ver el mal en el mundo sin un juicio ético de condenación, ni siquiera aparece en él el grito desgarrador tan común en los Salmos (9:13, 19; 10:13; 13:1–2; 17:13, 14, etc.). Tampoco aparece en el Predicador la solemne amonestación y la amenaza de juicio de los profetas (Isa. 3:10–15; Jer. 22:13–19; Ose. 12:14; Hab. 1:1–4). Pareciera que el sabio se contentara con constatar el mal que el hombre hace sobre la tierra y eso, como decían los antiguos latinos, sine ira et studio (con total insensibilidad). Pero, a su manera, también el Predicador habla del juicio de Dios.
En cierto modo pareciera que se contenta con pensar que el mal obrar lleva en sí mismo aparejado el castigo, como en el refrán castellano: “El que la hace, la paga”, por ejemplo cuando cita un refrán popular que también pudo ser de factura personal: El que cava un hoyo caerá en él, y al que rompe el cerco le morderá una serpiente (10:8), pero quizá también esté reflexionando en el castigo de Dios. Le aconseja a los jóvenes: Anda según los caminos de tu corazón y según la vista de tus ojos, pero ten presente que por todas estas cosas Dios te traerá a juicio (11:9, comp. 3:17). Y esto no tiene el tinte de amenaza con que suena en castellano; es lo que el Predicador ha observado y sabe que es realidad.
Pero hay otra manera en que el juicio de Dios se puede ejercer sobre el ser humano y esto se basa en la fe del sabio de que Dios es el que concede todas las cosas que suceden en la vida del hombre. Y en este reparto de bienes y males se ejerce la justicia de Dios: Porque al hombre que le agrada, Dios le da sabiduría, conocimiento y alegría; pero al pecador le da la tarea de acumular y amontonar, para que le deje al que le agrada a Dios. De este modo, en el pensamiento del Predicador, la vida humana es la escuela de Dios: Dios concede sus bendiciones y va enseñando a los hombres cómo conducirse en cada circunstancia (6:2; 7:18: 8:12). Y su pensamiento es muy distinto al de la sabiduría “oficial”; en ésta se dice que la buena conducta del hombre trae como consecuencia infalible las bendiciones de Dios. Para el Predicador, Dios a través de sus bendiciones enseña al hombre a ser bueno.
Por otra parte, esto mismo es lo que el epiloguista ve como la lección fundamental del libro: La conclusión de todo el discurso oído es ésta: Teme a Dios y guarda sus mandamientos, pues esto es el todo del hombre (12:13). Lo que pueda suceder en la vida, por más variado que sea, por más contradictorio que parezca a la comprensión de nuestra lógica occidental, ¡y el autor da muchos ejemplos de ello!, encuentra su explicación en esta verdad: Un Dios, que conoce mejor que nosotros mismos lo que pueda resultar del bien y del mal que sobreviene en nuestras vidas, es quien dirige nuestra historia mínima. La exhortación se sobreentiende: En él debemos confiar.
EL AUTOR
¿Quién es el autor que ha escrito este libro? El prologuista, el mismo discípulo que compuso el epílogo, lo presenta como el Predicador, hijo de David, rey en Jerusalén (1:1). La intención es evidente, coloca el libro bajo el patrocinio de Salomón, el gran rey judío que pasó a la posteridad con la fama de ser muy sabio. El fue el más sabio de todos los hombres: más que Eitán el ezrajita y que Hemón, Calcol y Darda, hijos de Majol. Su nombre llegó a ser conocido en todas las naciones de alrededor. Salomón compuso 3.000 proverbios y 1.005 poemas. También disertó acerca de las plantas, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que crece en la pared. Asimismo disertó acerca de los cuadrúpedos, las aves, los reptiles y los peces. De todos los pueblos venían para escuchar la sabiduría de Salomón, de parte de todos los reyes de la tierra que habían oído de su sabiduría (1 Rey. 4:31–34). Pero la generalidad de los comentadores entiende que esta atribución es sólo un recurso literario común en la antigüedad que consistía en atribuir una obra contemporánea a alguna personalidad notable del pasado. Con ello se buscaba una segura aceptación de la obra. Hay muchas razones para aceptar esta última posición, la más importante es el lenguaje literario de la obra que está muy lejos de ser contemporáneo de la época de Salomón. Eclesiastés es otro estilo y su lenguaje muy posterior, plagado, se dice, de arameísmos, que si bien no son tantos como los que en un principio se había creído, son los suficientes como para atribuir al libro una fecha más reciente que el tiempo de Salomón. Se puede concluir, entonces, que el autor es alguien que siguiendo la tradición salomónica nos ha dejado esta joya de la literatura de sabiduría.
Pero, si Salomón no fue el autor del libro, ¿a quién se le puede atribuir? Una respuesta inmediata a la pregunta sería, atendiendo a la evidencia interna que nos da la misma obra, que el autor vivió entre los siglos IV y el III a. de J.C. Se lo describe como perteneciente a la clase alta, como un apasionado de la vida, incansable viajero, con un alma sensitiva al triste destino de la mayoría de los hombres, realista y sobrio, con una robusta fe en Dios, pese a que piense que es sideral la distancia que separa al hombre de Dios (5:2). Todo esto lo podrá constatar el lector leyendo detenidamente la obra y tratando de percibir el hombre que se esconde detrás de las palabras o conceptos. Sobre el autor y su obra ha escrito Roberto Gordis, un estudioso judío que ha destinado tiempo para meditar en ello:
Nada tan ajeno al espíritu de Qohélet que el organizar su pensamiento en un sistema. Pero la perspectiva de su pensamiento es muy simple de resumirse. La metafísica de Qohélet postula la existencia y el poder creador de Dios. Su meta moral, lo admite sin titubeos, es la conquista de la felicidad. Su religión es la combinación de ambas cosas. Dicho esto mismo de otra manera: su certeza más alta es que el hombre vive y Dios gobierna. La voluntad clara y manifiesta de Dios es que desea la felicidad del hombre, no que éste sea de importancia suma, pero por lo menos es claro que ésta es su evidente voluntad.
LA ESTRUCTURA DEL LIBRO
Al pensar nosotros hoy en este tema tenemos que tener muy en cuenta dos cosas: La primera es el idioma en que fue escrito, sintácticamente tan distinto de nuestros idiomas modernos, y la segunda es el género literario al que pertenece la obra. En este último punto no podemos dejar de recordar que fue escrito por un “sabio”, una persona instruida que expresa su pensamiento no en la forma directa y simple en que hoy lo haríamos nosotros, sino en forma intrincada y obscura con el propósito de que el lector luche con el sentido de lo escrito hasta desentrañar su contenido. Esta lucha por alcanzar la comprensión de lo escrito hará que la enseñanza se grabe más profundamente en el espíritu y que sea más difícil de olvidar. Si bien es evidente que cierta familiaridad con este estilo hace más fácil el entender a un “sabio”, la verdad es que no tenemos hasta el presente una obra auxiliar que nos ayudaría, como sería un diccionario de los dichos enigmáticos de los sabios. De modo que adquirir cierta familiaridad con estos escritos nos lleva bastante tiempo y dedicación. Hay que leer y releer, pensar y repensar, hasta alcanzar lo que dice Proverbios que resultará del estudio de una obra de sabiduría: Comprenderá los proverbios y los dichos profundos, las palabras de los sabios y sus enigmas (Prov. 1:6).
Generalmente se ha sostenido que Eclesiastés tiene un tema: “El sentido de la vida”, como si ese tema fuera suficiente para definir el contenido de la obra. Pero no es así; gran parte de la obra se asemeja bastante a nuestro libro de Proverbios, incluso trata temas afines. ¿Cómo entenderlo entonces? Buscando un tema más amplio que incluya los temas tratados con cierta extensión, como el placer, la riqueza, la sabiduría, las injusticias, etc. con otros tan breves como un solo versículo. Si queremos darle al libro como tema central el del sentido de la vida, lo mismo podríamos hacer con el libro de los Proverbios, y finalmente con toda la Biblia.
Sin embargo, hay un pasaje que nos permitiría considerar a Eclesiastés como un tratado sobre la vida verdadera y son los versículos en que el epiloguista parece resumir el contenido de la obra: La conclusión de todo el discurso oído es esta: Teme a Dios y guarda sus mandamientos, pues esto es el todo del hombre. Porque Dios traerá a juicio toda acción junto con todo lo escondido, sea bueno o sea malo (12:13, 14). Pero la cosa no es tan sencilla y la prueba de esto es la discusión que ha habido entre los estudiosos sobre el tema: ¿Un autor o varios autores del libro?, que podría muy bien entenderse: ¿Unidad original del libro y del tema, pluralidad de temas y autores? Necesitaríamos uno o varios volúmenes para dar cuenta de todo lo que se ha escrito sobre este y otros temas afines. Hay opiniones diversas: Desde quienes consideraron que en realidad el libro contiene el diálogo entre dos rabinos con puntos de vista sobre temas sapienciales, lo que daría cuenta de aparentes contradicciones que aparecen en la obra, hasta quienes creen distinguir ocho o nueve manos distintas en el libro. Desde luego nunca se han ofrecido pruebas definitivas sobre ello; el libro guarda celosamente su secreto.
La forma más atractiva de quienes suponen una pluralidad de autores es la que postula cuatro manos distintas en la forma actual del libro.
(1) Hay un escritor original que ha escrito la parte medular del libro, él es el Predicador. Su propósito fue discutir el tema de lo que sea el sentido auténtico de la vida, aquello que confiere a la vida humana su razón de ser y le permite alcanzar lo que desde la más remota antigüedad se ha valorado como el sumo bien, la felicidad. Su conclusión es que la felicidad, y con ella lo que confiere sentido a la vida, si es que existe, es inalcanzable. Es una tarea que no tiene fin, es como intentar atrapar el viento, a fin de cuentas “aflicción de espíritu”, “vanidad de vanidades”, es decir la vanidad suma. Si algo puede hacer el hombre es contentarse con las pequeñas alegrías que le depara la vida y que por otra parte sólo puede alcanzarlo aquel que agrada a Dios.
(2) Una segunda mano es la de un discípulo que no modificó en nada el pensamiento del maestro. Su trabajo “editorial” consistió en agregar a la obra original el prólogo, los vv. 1 y 2 del capítulo primero, el epílogo compuesto por los últimos seis versículos del libro (12:12–14) y pequeños agregados tal como 7:28, 29.
(3) La obra así conformada sufrió una nueva revisión. Esta vez intervino un judío piadoso (hasid) que creyó que el libro, tal como estaba, no respondía a las expectativas de la ortodoxia judía. Faltaba, sobre todas las cosas, el importante tema del temor de Jehová y se notaba la ausencia, por demás notable, de los sentimientos morales propios del judaísmo. Textos que pudieron ser agregados por este revisor serían, por ejemplo 2:26; 5:1–7; 7:18, 26, 29. En fin, una corrección “piadosa” del texto.
(4) La revisión final del texto, de acuerdo a esta manera de interpretar las cosas, se debió a un sabio (hakam) quien añadió al escrito todos los pasajes en que se habla positivamente de la sabiduría en contraposición con el pesimismo que sobre el tema tenía el trabajo original. Los versículos originales, entre otros, serían 1:18; 2:15; 7:23, etc., que muestran una valoración negativa de la sabiduría. De esta manera el libro alcanzó su forma actual sin que desaparecieran del todo las aparentes contradicciones del texto.
Todo el sistema es una manera tentadora de pretender solucionar el problema de la falta de sistematización del escrito, pero ni este recurso ni ningún otro intentado ha logrado la aceptación unánime de los comentadores. Con todos los problemas que plantea, la opinión prevaleciente es que el libro es una unidad y tiene un único autor. Se entiende que el Predicador no ha querido sistematizar su experiencia, la ha ido relatando y comentando a medida que los hechos sucedían, a éstos los ha relatado con absoluta objetividad. Las contradicciones no están en el sabio, están en la vida misma que tiene muy poco de lógica. Nuestro refranero castellano es un cumplido testigo de lo que vivió el Predicador. ¿Quién no ha sonreído alguna vez ante la contradicción de estos dos refranes? “Una golondrina no hace verano”, que vendría a significar que un solo ejemplo no es prueba suficiente. Pero hay otro refrán que dice: “De gotas se compone el océano”, lo cual indica todo lo contrario; un ejemplo, más otro ejemplo, sí es una prueba suficiente. La habilidad del que discute es saber cuándo debe usar uno u otro refrán. Por otra parte, se ha hecho notar que los semitas en general, cuando escriben sus reflexiones y deducciones, no se atienen como los occidentales a las leyes de la lógica ni pretenden para sus escritos la unidad conceptual a la que nosotros estamos acostumbrados. En conclusión, no puede probarse que Eclesiastés tenga más de un solo autor.
POSICION FILOSOFICA DE LA OBRA
Por lo expuesto es fácil darse cuenta de la diversidad de posturas filosóficas que se han atribuido tanto al autor como a la obra. En esto es cierto que cada uno lee en un escrito lo que quiere o espera leer. Una interpretación de una obra, si no alcanza a decirnos mucho sobre la obra misma, sí nos dice bastante sobre el comentador o intérprete. Esto es evidente en las distintas interpretaciones de Eclesiastés. Hay quienes creen que el libro es un perfecto manual del pesimismo y que el autor es todo un Schopenhauer de la antigüedad (2:17; 4:2), pero de lo que se trata es de mirar la vida con cierto realismo. En la vida no faltan problemas pero lejos está el Predicador de no ver en ella otra cosa que problemas; está la recompensa del noble trabajo (5:12), está la realización que confiere un buen nombre (7:1), están las bendiciones que Dios da al hombre que le agrada. Por otra parte, este pesimismo sería un pesimismo que cuenta con Dios, cosa que no pasa con un auténtico pesimista. Como afirma el comentarista bíblico Gabriel P. Rodríguez, de quien tomamos estos ejemplos: “Que haya desgracias ante las cuales es preferible la muerte, lo afirma cualquiera y no hay en ello pesimismo” (Biblia Comentada).
Hay quienes lo consideran el Cantar de los Cantares del escepticismo. Así lo consideró el filósofo Heine. Hay un escepticismo filosófico y hay un escepticismo ético, el que tiene que ver con el conocimiento de las cosas y el que tiene que ver con el sentido de la vida. Después de luchar con el problema el autor niega a ambos. Un saber seguro es que hay un Dios, un gozar de la vida seguro resulta de vivir en armonía con él. La contrariedad y el pesimismo sobrevienen de dos maneras, cuando se cree que el gozo es el supremo y único sentido de la vida y también cuando no se tiene en cuenta a Dios y el Predicador está lejos de ambas cosas. El escepticismo nace de una vida de frustraciones y sin Dios.
Hay quienes, por lo contrario, ven en el autor un simple gozador de la vida. Los versículos que les sirven de apoyo a su doctrina son abundantes: 2:24, 25; 3:12, 13, 22; 5:18, 19; 8:15; 9:7–9. Estos afirman que lo que hay en estos versículos es sencillamente la aceptación de la aurea mediocritas. La lección que nos deja es muy sencilla: Gozamos de las cosas cuando no hacemos del goce el todo de la vida. Y el sentido del Eclesiastés es precisamente ese: ¿Dónde está la felicidad y el sentido de la vida? Para los tiempos del Predicador, pero mucho más para nuestro momento actual, es el alcanzar la comprensión de la vida que tenía el apóstol Pablo (1 Cor. 7:29–31). El hombre feliz del apólogo popular no tenía camisa, y ni sabía que un hombre feliz debe tener una. En palabras de Gabriel P. Rodríguez, a quien ya hemos citado: “Entre la doctrina de Epicuro y el Eclesiastés media un abismo... El epicureísmo pone la suprema felicidad del hombre en el placer de los sentidos; no hay otra moral. Para [el Predicador] la felicidad no consiste en la entrega sin medida a los placeres, sino en el gozar honesto y lícito de los bienes de este mundo, que son, afirma más de una vez, un don de Dios (2:24b; 3:13; 5:19; 9:7).”
LUGAR DE COMPOSICION
El lugar de composición del libro no es tampoco seguro. Si se destacan los pasajes en los que se cree hallar una clara influencia helenística y entre ellos algunos que parecen hacer referencia a usos y costumbres egipcias, del Egipto helénico, por supuesto, el lugar en que el libro vio la luz no puede ser otro que Alejandría. Ejemplos de esta influencia se encuentran, por ejemplo, en la forma de siembra característica de Egipto, arrojar la semilla, una vez retiradas las aguas del Nilo, en el fértil limo que había dejado la creciente (11:1). Presionado a encontrarse ejemplos, en 11:5 se ve una alusión a la escuela de anatomía y medicina existente en Alejandría; en 12:5 el concepto de “morada eterna” para el sepulcro, características del Egipto; y en 12:12 se ve una clara alusión a la famosa biblioteca de Alejandría. Como se ve, las alusiones mencionadas están muy lejos de ser concluyentes y de ahí resulta que no hayan sido aceptadas y se haya buscado otro lugar de origen. Quizás unido al lugar de composición del libro se halle la influencia griega en la obra. ¿Es Eclesiastés un ejemplo válido de la diatriba estoica? Está lejos de haber sido probado. La influencia de estoicos y epicúreos, que algunos sostienen, es una suposición que está lejos de haber sido probada. Un comentador moderno como Lukyn Williams, que no acepta la paternidad salomónica de la obra, sin embargo escribe:
El hecho por demás evidente es que no podemos considerar a Qohélet como un filósofo en el sentido técnico del término. Si tuvo alguna educación en la filosofía griega su libro difícilmente da pruebas de influencia sobre él. Los pasajes que han sido aducidos en favor de que poseía un profundo pensamiento filosófico y que consideraba el universo de una manera estrictamente filosófica han sido citados fuera de su contexto y en otros casos están lejos de apoyar lo que se atribuye a ellos.
Cohen continúa afirmando que el tono de la mente de Qohélet era esencialmente hebreo.
De no ser Alejandría el lugar donde se escribió Eclesiastés, hay solamente otra ciudad que se le atribuye como lugar de origen y esta ciudad es Jerusalén. Para probarlo se citan sus referencias al templo (5:1–4), las referencias casuísticas a los votos que evidentemente han sido hechos durante los servicios en el santuario, y las referencias a la asistencia a las ceremonias sagradas en el templo (8:10). Por supuesto, en estas referencias hay un alto grado de probabilidad de haber sido escritas en Jerusalén, y en cuanto a fecha, que vio la luz antes de los conflictivos tiempos que siguieron a la rebelión macabea, en realidad mucho tiempo antes.
BREVE ENSAYO DE INTERPRETACION
El autor de Eclesiastés tiene un concepto muy realista de la vida. Al preguntarse por el sentido último y definitivo de la vida, no lo encuentra en ninguna de las cosas en que el hombre de todos los tiempos lo ha buscado: el placer, las riquezas, la sabiduría, la alta estima social. Para estas cosas, consideradas como absolutos, acuña una expresión característica que se ha abierto camino fuera de la Biblia: Vanidad de vanidades, todo es vanidad (1:2). Pero esto no le quita importancia ni al placer, ni a la riqueza, ni a la sabiduría, ni a la situación social. Todas ellas tienen su valor, pero no un valor absoluto. No sin cierta ironía dice: No seas demasiado justo, ni seas sabio en exceso. ¿Por qué habrás de des- truirte? No seas demasiado malo, ni seas insensato. ¿Por qué morirás antes de tu tiempo? (7:16, 17). No, el sentido de la vida no está en perseguir estas cosas como si fueran el todo del hombre.
¿Pero es que no hay nada absoluto en este vasto universo? ¿Todo, absolutamente todo será vanidad o correr buscando atrapar al viento? El sabio ha observado que hay dos absolutos: Uno es Dios, y en esto es fiel a las intuiciones de los sabios de su pueblo; el otro absoluto, con el que hay que contar en nuestra siempre difícil y conflictuada vida, es nada menos que la muerte. Esta es tan universal que todo lo viviente es presa de ella. Frente a estos absolutos se encuentra el hombre víctima de su ignorancia: No sabe lo que Dios hará, con él sobre todo, y no sabe tampoco cómo ni cuándo ha de morir. El Predicador resulta el Miguel de Unamuno de la antigüedad: Vive entre Dios y la muerte, (en el pensamiento del español) entre las ansias de eternidad y la muerte. Y el hombre está obligado a vivir entre esos dos absolutos. ¿Cómo podrá hacerlo? Hay una más o menos extensa lista de proverbios, suyos o prestados, que enseñan al ser humano de qué manera vivir (6:9–7:11; 10:1–11:8).
Pero sobre todo, la meta es saber gozar los auténticos placeres de la vida, sin hacer, lo repetimos, del placer un absoluto. Pero esto mismo, el saber gozar de lo que hay que gozar, es una suerte de sabiduría, que tiene su fundamento en saber que las pequeñas satisfacciones de la vida las provee Dios (8:15). Y aquí debemos reconocer una auténtica idea estoica: estar más allá de las experiencias que nos depara la vida. Pero para el Predicador hay algo que no pudieron soñar los pensadores de la Stoa: Dios. Dios, en el pensamiento del Predicador, es la Realidad de las realidades.
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